Día 9: la ciudad sagrada (II)

Hoy es nuestro segundo y último día en Varanasi. Nos hemos levantado muy temprano para volver a los ghats y presenciar ese espectáculo matutino de las abluciones. Creíamos que a esas horas estarían las calles tranquilas, pero es prácticamente igual a todas horas. Por el camino te encuentras a pobres mutilados sin ninguno de los dos brazos, mendigando con una lata colgada de un muñón; hombres sin una pierna que tienen que andar a rastras con ayuda de un palo porque no tienen muletas; leprosos sentados en los escalones o, simplemente, gente tirada en la calle. Todos ellos esperando su hora en la ciudad de la muerte, siempre cerca del río sagrado que hará que sus almas alcancen el nirvana. Es pasmoso y horrible, sí. Pero la muerte aquí se vive de otra manera.
Los ghats están repletos de gente y barcas. Se zambullen en el agua tres veces seguidas y beben un sorbo del Ganges (como indica el ritual), se bendicen unos a otros, se lavan entre risas…Y así durante todos los días de su vida. Nos volvemos al hotel para desayunar, porque no llevamos nada en el cuerpo todavía. Da muchísima pereza tener que meterse otra vez entre ese tráfico que no te deja ni dar dos pasos seguidos sin que tengas que pararte, esquivando bicis de un lado, personas del otro…Damos un suspiro y una buena bocanada de aire “puro” antes de salir. Erramos por las calles sin dirección ninguna, simplemente pasear y observar. En una esquina vemos como le echan comida a un grupo de ratas bien criaditas. Aquí ya sabéis que son sagradas y en algunos sitios tienen hasta templos que llevan el nombre estos animalillos. Intentamos hacer una foto del festín, pero parecen notar nuestra presencia y se esconden. Seguimos caminando entre vacas y jaurías de perros que corren unos tras otros, por mercados curioseando lo que venden y parándonos en algún ghat para disfrutar, por última vez, de la esencia de este lugar.
Después de mucha vuelta y mucho sudar, vamos en busca de algo de comida camino al hotel. Nos paramos en un puesto de fruta y a Ana le clavan el módico precio de 1 euro por una sola manzana. Yo me llevo un manojo de plátanos por apenas 50 céntimos, así que está claro que las manzanas son un artículo de lujo. Comemos allí mismo en la recepción del hotel aprovechando el frescor de aire acondicionado y así hacemos tiempo antes de coger todas nuestras cosas e irnos de nuevo hacia la estación. Todavía quedan algunas horas para que salga nuestro tren, pero ya no tenemos fuerza para volver a salir a la calle y pasar por el mismo suplicio.
La estación desde la que tenemos que salir a Delhi no es la misma de llegada, está mucho más cerca. Decidimos irnos en bici-rickshaw tras negociar el precio con el hombre, que el pobre es tan pequeño que tiene que pedalear de pie y apenas le llegan los pies a los pedales si se sienta. Hemos estado bastante tiempo en la estación, pero la espera no tiene desperdicio: observas el ir y venir de la gente, cómo se te quedan mirando delante de ti sin discreción ninguna, monos saltando de un lado de la vía al otro, vacas en medio de la vía…Y así hasta que llegó nuestro tren. De nuevo a subir a esas literas, esta vez sin cortinas, sin sábanas incluidas, con bichos, compartiendo cabina con un hombre que empezó a preguntarnos si estábamos casadas y cómo es que habíamos dejado a nuestros maridos solos (con cierto recelo y acritud). No sabíamos como pasaríamos esa noche, pero lo único que estábamos deseando es llegar a Delhi, que llegara ya el momento de ir a Nepal y abandonar la India por unos días.

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