17 de septiembre
Tampoco vamos a poder ver el amanecer…El día se ha levantado
lluvioso y no tiene pinta de querer despejarse. Es una pena, pero contábamos
con ello porque todavía no ha pasado la estación lluviosa. Ya hay algunas heridas en los pies, pero
gracias a las benditas tiritas los dejamos como nuevos para caminar un día más.
cultivo de patata |
terraza de maíz |
La lluvia no nos da tregua. Aunque llevemos los ponchos,
poco a poco nos vamos empapando enteras y se nos han formado charcos en los
pies. Algunos tramos resbalan bastante, así que Ana tiene que ir agarrada del
brazo de Babu, que vista desde atrás parece una pobre anciana desamparada con
la joroba de la mochila bajo el poncho. Otras veces la lleva agarrada de un
palo, como si estuviera tirando de un burrito. Yo, que voy detrás
descojonándome viva, tengo que bajar de lado o con los pies metidos hacia
adentro para no hacerme daño en las heridas (las tiritas ya andan flotando por
alguna parte de mi pie), a lo que mi madre diría que parezco una gallina con
reúma. Menudo cuadro.
Aceleramos el paso para intentar llegar cuanto antes a
Dulikhel porque cada vez va lloviendo más, estamos totalmente caladas y ya poco podemos disfrutar. A pocos
metros de la parada del autobús que nos llevará de vuelta a la capital, pasamos
por el garaje de una casa en la que tienen montada una fiestecita, y nos
invitan rápidamente a entrar para protegernos del mal tiempo. Celebran algo en
honor a uno de esos miles de dioses hindúes y nos bendicen con el punto rojo de
la buena suerte. También nos sirven un pequeño cuenco con trozos de fruta y
algún dulce, y cuando terminamos, nos arrastran a bailar al ritmo de la música
nepalí de fondo. Sabemos que somos el centro de atención en esos momentos y que
soltarán alguna risa a nuestra costa, pero las dos tan contentas íbamos
imitando los pasos de las mujeres. No estuvimos mucho tiempo, pero el
suficiente para comprobar la hospitalidad y el calor de la gente.
Y aquí , con la pena de tener que abandonar unos paisajes como éstos, finaliza nuestra ruta. Volvemos a la vida urbana y
ajetreada de la ciudad, con el aliciente de ir pasando por campos de arroz de
un verde tan intenso que parece pintado. El autobús va abarrotado, pero nada
comparado con el segundo minibús que cogemos una vez llegadas a kathmandú para
que nos lleve al hostal. Es una furgoneta a la que hay que entrar agachados y
buscarse un hueco como uno buenamente pueda. Como está lloviendo, el conductor
sigue dejando entrar a la gente. Intimidad cero, es una auténtica lata de
sardinas no apta para claustrofóbicos. Ana lleva pegado en la cara el sobaco de
un hombre y a un ancianito sentado en su pierna. Para salir de la furgoneta,
otro show: no puedes ponerte ni
siquiera de pie, la gente tiene que empujarte
y tirar de ti para que salgas, como si te estuvieran rescatando de entre
los escombros. Y pensar que hace un par de horas andábamos totalmente solos por
las montañas…
El dueño del hostal, muy majete él, ya nos tiene preparada
la habitación con todas las cosas que dejamos atrás. Nos despedimos de Babu,
que sin él nos habríamos perdido con seguridad si hubiéramos hecho la ruta
solas, y nos pegamos un merecido duchazo con agua calentita. Salimos a cenar
por última vez en un país que nos ha sorprendido muy gratamente y volvemos
pronto a casita para empezar a mentalizarnos de una cosa: desde ahora hasta la
mañana siguiente, son las únicas horas que vamos a poder dormir en condiciones
hasta que lleguemos a España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario