Día 5: Pushkar, en busca de los primeros ghats

7 de septiembre
Suena el despertador a las 5 de la mañana, pero a mí lo mismo me da porque llevaba ya despierta desde que nos acostamos. Vamos, que no dormí nada. Me tuve que levantar varias veces durante la noche y a esta hora todavía sigo con un poco de fiebre y malestar. Todavía es de noche, así que esperamos un poco más a que sea de día y para ver si me pongo mejor, pero nada…Llega la hora del desayuno y Ana se va mientras yo sigo tumbada asumiendo que ya no voy a poder ver nada de la ciudad y concentrándome ahora en reunir fuerzas para el próximo trayecto en coche (que sólo de pensar que nos esperaban cuatro horas de viaje, con el cuerpo así, sin aire, los baches, sin saber si podría controlar las “llamadas de emergencia”, se me rizan hasta los pelillos de la nariz).
Parece que me ha sentado bien descansar estas primeras horas de la mañana y ya al menos me puedo poner de pie sin marearme ni tener ganas de llamar a Juan (Braulio o similares). Nos vamos al coche y me despido de una ciudad totalmente fantasma para mí, de la cual tengo que leer en la guía cosas como que “está construida al pie de una fortaleza con una majestuosidad sin igual, sin duda una de las más bellas y de las más importantes de la India. Desde lo alto, os sorprenderéis del color azul lavanda de la mayoría de las casas…”. Gracias, virus de mierda. No sé cómo llegaste a mí (no sé si por el trote del viaje de ayer o por haber comido/bebido algo chungo, lo cual me extraña porque siempre he tenido mucho cuidado y he comido lo mismo que Ana), pero ¡¡ahí te puuuuudraaaaas!!. Por lo menos tengo el consuelo de haber estado en una de las mejores habitaciones de los hoteles que nos han tocado (amplia, imitando a un haveli con arcos y grabados coloridos, baño amplio y hasta limpio, a los pies del fuerte, con patios interiores y decorados muy bonitos).
Estamos de camino hacia Pushkar, un pequeño pueblo que rodea a un lago sagrado. Según la leyenda, o una de ellas, el lago fue creado por Brahma (dios al que veneran en este lugar) al tirar una flor de loto que utilizó como arma para matar a un demonio. Está alejado de las masas de turistas y fue muy frecuentado por hippies en los 70. Hay ganas de llegar allí a ver qué nos encontramos. Ya viajamos hacia el centro-este del país, abandonando poco a poco el Rajastán y sus desiertos y adentrándonos en zonas más montañosas, con frondosos paisajes verdes bajo la niebla y algo de lluvia, mujeres cuyos llamativos saris contrastan entre el verdor de cultivos y campos. Entra frescor por las ventanillas y cada vez me voy encontrando mejor (el solo hecho de no haber tenido que parar ninguna vez es una alegría muy grande).
Ya nos vamos acostumbrando a los viajes de varias horas cada día, así que el trayecto a Pushkar nos resulta hasta corto. Nuestro hotel se encuentra a las afueras del pueblo pero muy cerca de él y con unas buenas vistas desde una pequeña colina. Es gigante, y parece un antiguo palacio maharajá remodelado como hotel, con piscina por fuera, escalinatas por dentro y columnas…Demasiado bonito para luego encontrarte la habitación llena de mosquitos, manchas de humedad, mantas malolientes y sábanas, como siempre, que parecen no haber sido cambiadas. Bueno, es hora de bajar al pueblo y aprovechar el día, aunque el tiempo no acompañe. Nos dicen en recepción que para ir allí, mejor atravesar por un pequeño escampado saliendo por una verja justo en el jardín de la piscina del hotel. Como cabras montesas, cruzamos y en poco ya estamos a los pies del lago, visualizando en frente el pueblo y sus ghats (escaleras que llevan al lago y donde la gente se baña). Hay un puente, pero como es sagrado no podemos cruzar por ahí porque hay que ponerse descalzo (va a ser que no…). Vamos rodeando poco a poco el lago por el otro lado y nos vamos encontrando con pequeños templos y rincones de culto que se reconocen por los dibujos de dioses en la pared, velas, varitas de incienso consumiéndose, lugareños simpáticos que nos saludan…Nos pilla la lluvia en el camino, y cubiertas con el chubasquero de Ana, aceleramos el paso para meternos en algún sitio. Como ya hay hambre, buscamos un sitio para comer y acabamos en uno recomendado por la guía. Es un sitio agradable, con vistas al lago y a la calle desde una tercera planta, con monos jugueteando entre árboles que casi se adentran en el restaurante, y alguno que otro atravesando la sala saltando de mesa en mesa. Mientras Ana se come un pedazo de postre suculento mientras que yo tengo que cuidar de mi pobre estómago, conocemos a un argentino que lleva ya unas semanas en la India. Viene a Pushkar a comprar ropa para luego venderla en su país. Es uno de los sitios donde se puede encontrar más ropa de estilo hippie y baratísima. Por un lado es un paraíso para nosotros, pero ¿cuánto cobrará la mano de obra? Efectivamente, una miseria…
Terminamos de comer y nos vamos a vagar por ese entramado de calles, gente y tiendas (que no falten las bicis y motitos). Todavía no estoy recuperada del todo y noto un bajón. Tengo que ir despacio y parándome a cada rato para sentarme mientras Ana está disfrutando de tienda en tienda. A pesar de la cantidad de tiendas para turistas, no se ven muchos por aquí y tampoco se pierde el misticismo del pueblo. Siempre hay gente subiendo y bajando a los ghats, entrando y saliendo de los templos llevando el punto rojo de la bendición en la frente, sonidos de campanas, olor a incienso (esto se une a la masa de olores descrita en el primer día de viaje…). Vuelvo a estar mejor, así que eso me sube el ánimo y seguimos investigando el lugar con más ganas. En algún momento empezamos a bajar a uno de los ghats y de repente empezaron a tocar una campana de aviso como si fuéramos el demonio o hubiéramos quebrantado la mayor de las santidades hindúes. Se nos acercan y nos dicen que no podemos pasar, que si tenemos que comprar flores (o al menos eso entendí). Eso de las flores es un invento atrapa-turistas que se lo han currado muy bien. Menos mal que ya íbamos advertidas y no picamos, pero el truco consiste en venderte unas flores o directamente ponértelas en la mano para que las tires al lago sagrado como un acto de ofrenda a Brahma y bla bla bla. Se supone que es gratis, pero luego te piden propina. O incluso te hacen pronunciar unos chakras (oraciones) en hindi, para que te sientas muy místico, y luego cuando te traducen lo que has dicho resulta que has jurado por los dioses dar una propina de mil rupias, unos 14 euros (como les pasó a unas catalanas que conocimos más adelante). En fin, que nos dimos la vuelta y entrando por otra callejuela, custodiada por una vaca bastante imponente, casualmente acabamos en el mismo ghat (minado por cientos de palomas) sin que nadie nos dijera nada (bueno sí, uno que nos advertía que no podíamos hacer fotos, y más tarde se ven a dos turistas haciendo fotos…). Ya sabéis…indiosincrasia.
 
Lo de los ghats es curioso. La vida y las prácticas que se llevan a cabo aquí es todo un fenómeno ritual en la India. En lugares sagrados como éste los más devotos bajan cada mañana al lago por estas escaleritas para hacer sus abluciones, lavar prendas, rezar e incluso funerales. El lugar más conocido en la India para vivir esto es, sin duda, Varanasi (a donde llegaremos en unos días). Otra curiosidad son los perros. Decenas y decenas de ellos vagando por las calles, unos con aspecto normal y otros pobres bastante sarnosos. Bajando por otro ghat, se me acercaron un par y los acaricié. Una mujer al fondo me indicaba con la mano que no hiciera eso. Me comentaron antes de venir a este país que los perros son maltratados porque se consideran reencarnaciones de los parias (la casta o clase social más baja y totalmente marginada) y tocarlos da mala suerte.  Ya me temía tener que ver alguna que otra escena cruel. Pero la verdad es que a la más mínima señal de cariño que le muestras, se vuelven locos y se te acercan en busca de una caricia. Siempre muestran una actitud pacífica, no son para nada violentos, deambulan por la calle entre las personas sin miedo, como uno más, se echan sus siestas en cualquier sitio sin temer por sus vidas. Un perro maltratado no actuaría de esa forma. Más que un maltrato físico, es un castigo sin amor: han tenido la mala suerte de ser considerados seres impuros por la religión, mientras que las ratas, por ejemplo, son sagradas. Pero aún así, los indios sienten un profundo respeto por la naturaleza y viven en plena armonía con ella. Es parte de su filosofía de vida y de su religión.  A pesar de la pobreza y suciedad, se puede palpar ese pacifismo y conjunción entre ellos y con lo que les rodea.
Entramos en una tienda de fundas de cojines y después de un buen rato negociando, mejorando nuestras técnicas de regateo y de ver millones de fundas, Ana se llevó algunas cosas (aunque luego tenía la sensación de que le había timado un poco). El hombre, en muestra de agradecimiento, se ofreció a ponernos un sari para que nos hiciéramos una foto. El pájaro pretendía que nos quitáramos la camisa porque así quedaba mejor. No sabemos si es que era demasiado listo o que culturalmente no implicaba nada sexual para ellos eso, pero lógicamente no lo hicimos. Ana y yo nos mirábamos y nos reíamos de vez en cuando mientras el hombre nos terminaba de poner la tela silenciosamente. Hala, ahí estábamos disfrazadas, Ana de blanco y yo de negro, que más que parecer indias llevando unos saris éramos la Virgen de la Macarena y la Esperanza de Triana con los mantoncillos reliados. Sólo nos faltaba que nos colgaran unos rosarios y la lagrimita en la cara…Bueno, aparte de echarnos unas risas, también aprendimos cómo se ponen los saris.
Ya era de noche y teníamos intención de volver al hotel, pero estábamos desorientadas con tantas callejuelas y ahora no sabíamos por dónde teníamos que volver. Nos pegamos un rato dando vueltas, pasando por el mismo sitio varias veces, por calles donde sólo había puestos de comida e indios (sólo hombres, a partir de cierta hora del día no se ve ni una sola mujer en la calle, y menos en reuniones sociales de este tipo) agolpados alrededor de una vieja tele viendo un programa hipnotizados y en silencio. Aprovecho y me compro una papaya (buena para los problemas gástricos) en un puesto de frutas, pudiéndome liberar por fin del billete de 50 rupias que todo el mundo me rechazaba por estar muy arrugado y con un poco de fixo (al cual llamábamos el “billete maldito”). Incluso si los billetes están mínimamente rasgados, también te lo echan para atrás (con otras cosas no, como la limpieza, pero con el dinero bien meticulosos que son). Logramos encontrar el camino de vuelta, pero totalmente oscuro. Nos dimos prisa y llegamos al hotel por ese mismo descampado y atravesando la verja.
Ahora nos espera la jungla de mosquitos y otros bichos que teníamos en la habitación. Ana se mete en la ducha y al rato empieza a pegar voces al mismo tiempo que se descojona (imagino de que ella misma, ¡je,je!). Una cucaracha anda por ahí suelta. Más tarde, cuando subo a la habitación después de estar un rato en el hall de la recepción, me encuentro a Ana ya acostada y tapada hasta arriba. Se ha puesto loción antimosquitos hasta en el pelo. El ventilador no es suficiente y tenemos que poner el aire acondicionado para ahuyentarlos. Ana al menos tiene su saco-sábana de dormir, pero yo tengo que cubrirme entera con esas sábanas pulgosas y con la manta apestosa para no coger frío.
 
 
 

2 comentarios:

  1. xDD Desde luego, no tienen desperdicio vuestras aventuras de esos días, os habéis "mojado" de la cultura jajajajaja Describes tan agobiante tu malestar "digestivo" que me lo has contagiado XD Y qué listos y cabroncetes son con lo de jurar por todos los dioses que les iban a dar 1000 rupias no??!?!?! madre mía!

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  2. Jeje sí, son muy cucos...hay que andarse con mucho ojo! Pero bueno, es normal...cuando hay pobreza y necesidad se agudiza el ingenio

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