Día 7: “Indiosincrasias” al máximo exponente

9 de septiembre
Hoy es nuestro último día con Yusuf. A partir de esta noche estaremos solas y a la deriva, lo que por un lado nos alegra porque acabamos nuestra etapa kamikaze por carretera y libre de conductores, pero por otra experimentaremos los trenes de este país y ya sin acompañante, que también da un poco de miedito. Más adelante veremos…
Antes de irnos a Agra, hemos parado en un templo a pocos kilómetros de Jaipur, bastante escondido. Además de ser un lugar de culto, también tiene unas especies de piscinas donde hay gente bañándose, tirándose en bomba, lavando ropa y cientos de monos correteando por todos lados. El lugar es muy bonito, rodeado de montañas verdes y sin rastro alguno de turistas, así que agradecemos que Yusuf nos haya traído.
La autopista hacia Agra, en comparación con todo el camino que hemos vivido, es un lujo. Hemos llegado en sólo dos horas y Yusuf nos ha puesto por el camino música hindú moderna, tanto que estaba mezclada con reggeaton y cantando trozos en español. Como era de esperar, entrar en la ciudad es un caos de tráfico y ruido que la M-30 se queda en braguitas al lado de esto. Pero vamos pensando que increíblemente hemos sobrevivido a 7 días por estas carreteras, habiendo visto un solo accidente (el nuestro).
La mayor atracción de Agra y de la India entera es, sin duda, el Tal Mahal. No tenemos un especial entusiasmo por verlo, pero nos parece imperdonable irnos de aquí sin visitar un monumento tan conocidísimo. Yusuf nos deja en la puerta principal del recinto y toca caminar un ratito hacia las taquillas. Ya sabíamos el precio, así que ya íbamos curadas de espanto (12 euros por barba guiri, el monumento más caro del país). Para no perder la costumbre de las “indiadas”, nos hacen pasar por la cola de mujeres extranjeras, pasando por un control exhaustivo. Tanto que no me dejaron pasar con el mini trípode de la cámara ni con dos paquetes de chicle (¡Cuidado! no vaya a ser que destruya el Tal Mahal… Yo creo que esta gente ha visto demasiados capítulos de MacGyver). Nada, me hacen salir y llevar las cosas a una consigna y otra vez volver a pasar por la cola (eso sí, la nuestra está vacía, así que enseguida estoy dentro de nuevo).
Ya estamos en el recinto y vamos caminando por un patio donde ya nos para el primer grupo de niños que nos piden permiso para una foto. Seguimos hacia la puerta en arco de un enorme edificio marrón por donde pasa la claridad de la luz y de repente, sin esperarlo, nos encontramos con el Taj Mahal ante nosotras  al final de un largo jardín, imponente, de mármol blanco y deslumbrante, rodeado de cuatro torres finas y flanqueado a uno y otro lado por dos mezquitas rojizas. Una estampa perfectamente simétrica y bastante más sorprendente de lo que me esperaba. Hay demasiada gente apiñada en la entrada haciéndose la típica foto, así que nos damos prisa y empezamos a recorrer el largo de los jardines. De no ser por la sauna exterior que provoca el calor, la visita hubiera sido perfecta porque, de nuevo, éramos de las poquísimas extranjeras (es muy extraño, teniendo en cuenta la celebridad del monumento, pero imaginamos que los turoperadores llegarán a primera hora de la mañana o a última hora para no matar a sus turistas de calor).
El Taj Mahal, al contrario de lo que mucha gente piensa, ni es hindú ni es para fines religiosos. Es un mausoleo de arquitectura mogol (musulmanes persas) y fue erigido en honor a Mumtaz Mahal, la mujer fallecida del emperador Shah Jahan. Este pobre tenía tanta penita que juró construir el edificio más bonito nunca jamás visto en su memoria y le mandó el encargo a un arquitecto persa. Este, bajo la presión de no saber estar a la altura de la circunstancias, no se le ocurre otra cosa que mandar matar a su prometida para así saber lo que se siente (no sabemos cuánta verdad tendrá esta historia, pero se lo podía haber currado un poquito más…). Y así, 22 años para construir lo que tenemos aquí delante.
Continuamos paseando y de nuevo otro grupo de chavales que quiere fotos. Nosotras también, así que nos pegamos ahí un ratito foto para acá y foto para allá con las cámaras de unos y de otros. Nos metemos en el Taj Mahal, entrando para variar por la cola de extranjeros y teniendo que cubrirnos los pies con unos plásticos porque es un sitio sagrado. El calor se triplica aquí dentro y la marabunta de gente te arrastra dando vueltas en la misma dirección alrededor de una piedra sepulcral, por lo que no tardamos mucho en huir. Una vez fuera más pesados con el rollo de las fotos, lo que empieza a cansarnos ya porque a saber para qué fines quieren ellos las fotitos, así que a más de uno le damos largas. Nos ponemos ya en plan estrellitas fantásticas diciendo “no fotos, lo siento”, pero aún así algún listillo te las hace de escaqueo (que lo disimulan fatal, porque se ponen como si le estuvieran haciendo una foto al amigo pero con el móvil apuntando hacia ti).  Otra curiosidad que llevamos observando con frecuencia desde que llegamos es la continua muestra de afecto entre los hombres; los buenos amigotes van agarrados de la mano por la calle o de la cintura. No es que tenga nada de malo, claro está, sino que choca esta naturalidad y libertad afectiva en un país en el que la homosexualidad es un tema tabú y la mayoría de los matrimonios son concertados.
Después del Taj, nos vamos al Fuerte Rojo, muy cerca y también muy conocido. Decidimos no entrar porque ya tenemos un presupuesto muy ajustado con el que tenemos que sobrevivir los últimos días y nos quedamos fuera un rato. Hay algunos mendigando entre los turistas, entre ellos un niño cuya deformación le obliga a caminar con las manos y las rodillas llevando medio a rastras las piernas. Según pone en nuestra guía, muchos niños provenientes de familias pobres son deformados a propósito por sus padres para que den más pena a la hora de mendigar. No sabemos si será el caso de este niño, pero esta crueldad sin límites es muy triste.
Y llega la hora de despedirse de Yusuf. En el último trayecto en coche hacia la estación de tren nos llega el palazo: el conductor nos dice que ahora viene el “service charge”. Vamos, la propina. ¿Cómo? ¡Pero si ya pagamos en Delhi por estos días con todo incluido! El vendedor no nos dijo nada de esto. Le preguntamos de cuánto era normalmente la propina y nos dice que suele un 10%. ¡Sí, hombre! Nuestra cara de circunstancia no puede ser más absurda y empezamos a hacer cuentas, pero no nos salen. Tenemos poco dinero entre las dos y ni de coña pensamos pagar eso. Cuando nos deja en la estación nos dice que él sólo vive de las propinas y ante mi pregunta de si él no se lleva una parte de lo que pagamos al principio responde que no. No sabemos si creerlo, aunque no sería de extrañar. Pero él mismo nos advirtió de que no nos fiáramos de nadie en este país, así que tampoco tendríamos que hacerlo de él. En fin, que miramos y calculamos a ver cuánto podemos darle y nos acabó diciendo que si no estábamos conforme, que no le diéramos nada. Porque si “if you are not happy, I’m not happy. But you are happy, I’m happy. You are now my friends”. Pues no, “we are not happy”, pero qué vamos a hacerle…le dimos lo que pudimos. Cuando nos bajamos del coche y sacamos nuestras mochilas, nos advierte muy seriamente de que no hablemos ni hagamos caso de nadie en la estación, porque aunque nosotras no lo entendamos, somos mujeres y es peligroso. Dice que paguemos a un porteador para que nos lleve a una sala para estar más seguras. ¡Tekiéiyaa!. Le decimos que no tenemos dinero y que vamos nosotras solitas. Sigue con la preocupación, así que paga de su bolsillo al porteador que ya estaba allí esperando. Bueno, allá él…nosotras no pensamos darle ni un duro. Nos despedimos de él con un poco de mal sabor de boca por este inesperado final y le deseamos suerte. Seguimos al porteador y nos lleva a una “waiting room”, una sala de espera para mujeres y nos dice que nos esperemos allí hasta que él vuelva más tarde cuando se acerque la hora de salida de nuestro tren. Todavía no se nos ha quitado la cara de pánfilas y el disgusto por el cúmulo de indiadas como ésta nos da ganas de volvernos ya a casita. Pero bueno, intentamos echar mano del sentido del humor y tomarnos las cosas de otra manera porque todavía nos quedan unos días en la India, y encima ahora solas hasta que lleguemos de vuelta a Delhi (donde nos esperará otro conductor que también estaba incluido en lo que contratamos). Vuelve el porteador y nos lleva hasta nuestro vagón. Entra con nosotras, nos señala nuestras literas y antes de irse no pierde oportunidad de pedir propina por si cuela.¡Venga, ahora este también se une al carro! Perdona, chaval, pero ¿no te había ya pagado el conductor? Se va con cara seria.
Y ahora el tren…Teníamos dos billetes de tren incluidos también en el precio. Éste de Agra a Varanasi, y de Varanasi a Delhi. En trayectos largos hay que pillarse un sitio en primera, segunda o tercera clase porque son los únicos compartimentos con litera. El resto de clases es ir en masas sentados por los pasillos del tren si hace falta. Nosotras estamos en tercera, en las literas de arriba del todo. Se supone que compartimos cabina con seis personas más, pero la separación entre cabinas es de una simple cortinita. Nos subimos a las literas para probarlas y tenemos que sentarnos encorvadas porque el techo es muy bajo y no podemos estirar las piernas del todo tampoco. A Ana se le salen los pies, se oyen los eruptos de los vecinos y más allá (porque aquí eruptar en público es de lo más natural), viene olor a comida india de vez en cuando (de la que estamos ya totalmente asqueadas, no por mala, sino por fuerte), somos otra vez las únicas guiris…Nos entra el ataque de risa porque más ridículas no podemos estar en nuestras camas, más encogidas que un perrito muerto de frío. Al menos nos dan sábanas y almohadas que parecen estar limpias de verdad. Habrá que intentar dormir y ver qué nos depara el día de mañana.

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